lunes, diciembre 19, 2005

Gaviotas metálicas

Frente a la pantalla blanca del ordenador las oigo. Como oigo a los mástiles a lo lejos, en su letanía impaciente, fría, metálica. Están alejados pero presentes. Están lentamente entregados a un ritmo constante, persistente, hacia la voracidad de una nube que se hincha y se ennegrece y avanza su hambre tubular y su ojo en desaire.
Suenan los fríos mástiles más allá del espigón en el mar mientras la tecnología leche alimenta nuestras camas mullidas, nuestros vientres, atraviesan cables de tibia existencia nuestras húmedas calles mediterráneas. Revueltas aguas y playas de ausencia y escenarios del pasado que no vuelven aunque vuelvan. Andamios flojos. Casas que crecen y grúas y edificios y carreteras y vallas y permisos y trabajos y coches coches coches, camionetas, videos, televisores, dvds, cámaras digitales y superordenadores y pantallas y música, y megaespectáculos, ferias, concursos, premios y forums mundiales, y encuentros y debates y leyes y chaquetas chaquetas chaquetas, chancletas de alas de plástico y braguetas, botones, ornamentos, tules, perfumes, cremas y ungüentos, colchones, camas, pluminos, almohadones, organza, algodón, lino, superaviones y superciclomotores, y avanzan enfundados en sus trajes vaporosos de color pastel, sus chaquetas de diseño, sus velas perfumadas, sus muebles estilo bali, su nórdico confort en el baño, sus pelotones de opacos ojos caminando por la calle del centro, desplegando sus cochecitos infantiles multifuncionales, sus gemelos rubios rubicundos de ojos claros y traje inglés último modelo, sus niños lindos, calentitos, perfumados, crecidos a ron ron de la aspiradora, en el silencio gástrico del microondas, con el colorido plástico de la motorola. La papa de tele la papa de lele la papa del telele.
(...)
Tarde de Sant Jordi el 22 de abril en Barcelona la rambla andando libros y rosas rojas comprando. Fiesta nacional del paseo papista y la ñoña consumista. Del guerrero salvador por el pueblo sangrando, la bandera, la lengua y la savia pesetera. En una esquina se sienta María Konstantini. Tiene vacías las piernas. Los pies descalzos. Vieja de tantos años. Me mira y pone la mano. Me acerco, me agacho. La miro. Me enfrenta. Me mira a los ojos y su cara se ilumina abierta. Busco monedas le doy todas las que hallo. Me habla en rumano. Me cuenta que tiene tres hijos y un marido muerto. Que vino de Rumania. Que quiere volver. Me pregunta en qué ando le cuento y se pone contenta. No tengo marido y le sorprende e insiste en la extrañeza pero igual se ríe porque tengo mamá y hermanos. Me muestra un documento sin fecha de nacimiento y con una joven vieja, gastada, golpeada y seria, doliente de dureza la foto recubierta de maleza. Ensaya un lloro y una vuelta a los chicos y me agradece tanto, tocándose el pecho levanta manos ojos dientes cariados del cielo al manto y del llanto al deleite. Una chiquita rubia de lazo rosa y ojos aguos pasa con su papá de la mano, y quedan sus ojos sorprendidos pegados a mi cuerpo registrable junto al cuerpo de lo invisible vedado, cuerpo María portador cubierto con la caca del degrado, cubierto de pena, de miseria, de negligencia y de palos. Carne roja hecha parda por metralla, balas y dados. Cuerpo silenciado cuerpo mudo del otro lado. Invisible María los ojos de esa niña se quedaron pegados. Te encontraron. Se asombraron de verte iluminando mi cara abierta y mis manos y mis huecos vaciados. Te vieron desde el semáforo del otro lado, desde su cuerpecito colgado, la mano chiquita en la mano vacío de un papá tullido avanzando lentamente en el infierno de los ojos planos.