lunes, diciembre 19, 2005

El hombre con el berimbau


A Flavio "Cavera", Capoeira Angola



El hombre con el berimbau
más allá del río
tras los árboles
espera en silencio
contenido en sí mismo
En el río
transcurren momentos
los peces
recuerdos de un chiquito
Vuela una libélula
un aguacil caribeño
un águila nemo-trónica
mi pajarito de sueños
El hombre con el berimbau
ningún dolor en el rostro
ni una arruga ni un pliegue
Escucha tal vez a una hoja
tal vez la voz de su cuerpo
rumores de roda, ritmos de adentro
Mas en torno siempre y solo la nada
El hombre con el berimbau en un abismo
de golpe llamarada, piedra seca,
una lanza
un azote,
tierra en la boca y terror en la llaga,
mirada tormento de alimañas,
de arañas, de grito silencia
¿Y el hombre con el berimbau?
desconoce la saña

La saña como una rueda que golpea donde el otro flaquea
golpea en un fragmento de cielo
golpea en la tráquea rompiendo el cuello
golpea en mis divinos colores negando a mis ancestros

El hombre con el berimbau
más allá del río tras los árboles
convirtiendo la saña en maña
el grito en voz
la nada en cabaña
la fuente de alimañas en piruetas pirañas
y la pena del que falta
en esta mujer de Angola
que alegre canta

Hijos de Bush - Crónica del humo


Para Sofía brazos largos

(Saliendo del humo). Acá estoy, soy yo, Sofía. Acá, acá ¿no me ves? (tose).... Soy yo, Sofía. Mírame la cara, míramela bien. ¿Viste qué cara tengo? Cara de flaca nomás, ¿no te parece? De haber roto un plato jamás. Siempre me dijeron... con esa cara estás para trabajar en un shopping, en un hotel que se llene de turistas, en un bar, un restorán. Cara amable, bonita. Sonriente Señor.
Sí. Yo tengo una cara blanca blanquita y el pelo rubio, ¿viste?

(Corre la remera hasta mostrar una cicatriz que le cruza de arriba abajo el tórax). Y ésta, ¿la viste? Ésta me lleva a todas partes. Bah, a todas partes no, donde tengo que ir me lleva. Es la cara que no se ve pero late, es la cara que camina.

Lo tengo al rati enfrente y se la muestro, fui operada de una deficiencia cardiaca y aunque eso no me impide fumar a vos si te impide pegarme, le digo.

Sí, con esta cara me fui a ver a los pescados del plata, con esta carita blanca y mi corazón deficiente me paré frente a las vallas a firmar mi repudio. Lo malo es que eran vallas móbiles, líquidas, se corrían para un lado y para el otro, y cada vez nos encerraban más, y casi nadie cumplió los acuerdos, así que se pudrió enseguida y cuando empezaron con los gases yo estaba contando los rectángulos de las rejas que dibujaban un espiral celeste. En medio del humo tiramos a la mierda nuestra bandera, la verdad es que no quedó ninguna bandera en aquella estampida y cuando me quise dar cuenta la operación en conjunto era sacar la pata para atrás y meterle, correrle, hasta una esquina.

Y ahí en la esquina reagrupados con los ojos rojos y el escozor en la cara y dale a meter limón que no pasaba...

Yo no pude tocar la valla, no tuve tiempo.

Pero igual estábamos salvados así que saltamos y nos abrazamos: ¡Grosso, Nacho, lo hicimos, sos un capo, loco!... Y lo tengo a Nacho abrazado cuando de pronto llegan tres patrullas, de golpe, rapidísimo nos encierran, bajan los ratis cargados de metralla de caño en la boca de quiebre en la pata nos dispersamos a las puteadas y yo me tiro en una esquina, cerca de Nacho, parece la entrada de una casa y alcanzo ver a una gorda con ojos saltones detrás de una puerta. Los ratis empiezan con sus gestos cuadriláteros vacíos, con sus golpes metálicos, lo cagan a pedos a un vecino que pregunta qué pasa y ya con el caño apuntando la curiosidad se le pasa y se mete en la casa. Yo no veo nada porque estoy tirada en el suelo y el pelo me tapa la cara, pero oigo las llaves que giran, giran, giran... y luego nada. Ese sonido indiscutible de lo que se cierra.

Me quedo tirada en el piso hasta que un cana me levanta a los golpes, a empujones me lleva hasta la pared y ahí me doy cuenta de los miles de ojos, de las cientos de cámaras que están filmando y entonces grito mi nombre SOFIA VIDIRI!!!! LLamen a mi tía EUGENIA FOLK!!!! Es todo muy confuso no entiendo nada sólo que está lleno de medios, lleno hasta las bolas de boludos con cámaras. Al menos me vieron, pienso, y tienen mi nombre, mi cara.

La cana me sube a un carro con otras mujeres. Al sentarme siento el celular en el bolsillo, ahí mismo lo apago, por si acaso, están los números de las bases, los compañeros. Al poco a la mina que tengo al lado le suena el suyo y desde ahí contamos acá estamos, acá estamos, caímos, abogados, bases, amigos, hermanos, acá estamos caímos pero estamos bien, nos llevan a la cuarta...del otro lado tardan en encontrar un lápiz para apuntar y mi cabeza vuela a mil por hora hasta la cuarta, la cuarta, la cuarta es la carnicería y ya no sé si estoy leyendo un libro y el protagonista murió hace tiempo en un cajón de ratas o si soy yo, Sofía, con esta cara, la que está ahí esperando a que la metan en la cuarta. Y si hay esposas y hay canas, habrá picana....

Me late acá (se toca el corazón por debajo del seno), cuando sufro, cuando grito, cuando siento, cuando pienso lo que no se ve en mi cara me late acá, acá dentro, un latido preciso, continuo, inexpugnable, un ruido persistente como el de un tambor aunque más bajo, en chiquito. Tan indiscutible como el de las llaves.
En la cuarta nos vacían, nos limpian, nos desnudan. Pero ahí estamos unas cuantas con esta cara, con juegos malabares y clavas contundentes e incendiarias para el tiempo muerto del semáforo, unas cuantas pibas y una loca canadiense que habla en francés y no entiende nada pero parece buena mina, y una presa advenediza que salió de paseo a la marcha, vestida de rosa, y ahora llora desconsolada en la celda de cuarta.

Con las ratis de espaldas y en pelotas juego a ser payasa, abro las piernas como una gansa y le hago muecas a la piba de rosa que moquea y llora, hasta que la risa se le escapa.

Ahí el terror no me alcanza
Ahí late lo que no es cicatriz ni herida, loco, ni tampoco vieja saña
Es un errorista, un terrorista humorístico
Un bufón centro-pelado
Una hembra característica alimaña
Con esta cara
Con esta cara y con estos ojos yo he visto nacer a los hijos de Bush
Se multiplicaron a su paso aparecieron a millones como un virus nefasto
la vaca asesina de las llaves
la vieja discutidora del perro
los portadores del sentido común de lavarse las manos
los playeros
los desentendidos que siguen pintando la valla como si nada
los que atraviesan silbando en bicicleta mi cuerpo que marcha
los militantes del shopping
los limados característicos de nuestro país
los que nos aconsejan aprender a limpiar
los que nos prohiben escupir, dejar la basura en la puerta
hacer ruidos en la noche, cantar al mediodía
poner la pelopincho en la terraza
los que se avergüenzan de nuestros hijos bislesbicos,
los que arrugan la nariz ante mi orgasmo público de amor grupal
los que nos advierten devolver la plata
cientos de miles de millones de hijos de Bush
hijos del plata
desertores que eligen morir en la lata
Desde el ángulo rectángulo en el sendero de la valla
un espiral celeste me decía
que podemos tener conversaciones
en celdas contiguas pero distintas
y conversaciones cruzadas
en habitaciones separadas
y no encontrarnos jamás
y no entendernos nunca
Y aunque yo fuera una foto peronista
y Chávez deschave las chauchas
hay otros que tienen las llaves en el humo del enclave

Alexithimia Today


Luz. Una joven en uniforme militar baldea a un hombre oscuro. Él está atado y semidesnudo, ojos que miran. Ella deja el balde debajo de la mesa, se apoya al escritorio y escribe algo en una hoja. Se sienta. Se saca un chocolate del bolsillo, lo abre, le da un mordisco. Lo mira.

Es la luna que me pone mal. Ayer me di cuenta. Estábamos en el baldío de atrás, cerca del río. Cavamos una fosa, a algunos que no aguantan los tiramos ahí. Cada tanto, pasa. No aguantan. Me di cuenta, digo. Por la luna llena. Se me hincha acá. Siento una protuberancia extraña. Me imagino un tubérculo marrón. Algo que vi en algún lugar y no sé lo que es. Como una langosta, digo. Hace presión y se mueve...
Qué imaginación, ¿no?. Se me ocurre cada cosa... Igual es por esta misión. Otras misiones eran más movidas y yo no andaba pensando cosas raras. Para nada. Claro, es eso. Es el trabajo. La oficina.

Sale de la habitación. Vuelve con una taza de café.

Seguro, man. Yo no soy una mujer de escritorio. Yo soy una mujer de acción. A mí me gusta actuar, man. Actuar a lo grande. Una operación especial, eso quiero. No soy una burócrata. Soy un soldado, una guerrera soy. Lo que necesito es un poco de adrenalina. En esta rutina me aburro, no sé quién soy. Yo sé quién soy cuando tengo enfrente una misión infinita, brillante, exuberante. Una grandiosa explosión. Ahí soy. Soy en el campo de batalla. Soy en un tanque. Atravesando una ciudad, atravesando una ciudad y sus calles desiertas cubiertas de cuerpos amarillos y lánguidos, esos cuerpos que tienen los chinos, esos cuerpos flácidos. Los odio. Los tengo enfrente y sé que los puedo pisar, que puedo avanzar con mi tanque y destrozarlos, hacerlos mierda. Pulverizar, eso quiero. Quiero hacer explotar una bomba en una barriada, quiero mirar desde el avión e imaginar los cuerpos volando en mil pedazos sobre la ropa a secar. Cortar los brazos. Mutilar. Que se acuerden. Que se acuerden bien de quiénes somos. No nos van a joder, que no nos jodan más. Lo único que quiero es una buena misión, un equipo eficiente, seguridad, unión. Presencia, respeto por el trabajo bien hecho, decisión, firmeza, orden, limpieza. Sobre todo limpieza. No puedo soportar la suciedad, ni las caras sucias ni los pies descalzos ni la incomprensión. Que hablen mi idioma. Que tengan mi olor. Que se limpien y se duchen, ¡por Dios!. Que no jodan. Me irrita cuando los siento cerca. Me irrita el color. La forma del cuerpo. EL toqueteo ése que tienen entre ellos, me repugna. Sí, y la forma de mirar. Demasiado miran. ¿Qué carajo se piensan?, ¿que pueden mirar con esos ojos?, ¿mirar qué, eh?, ¿qué mirás hijo de puta? ¿qué mirás?
...


Suerte tienen que estamos acá. Si no seguirían por siglos como simios, revolcándose en la mierda de sus asquerosos barrios. Acá estamos para darles organización, democracia y principios. Lo mejor, sabés qué es lo mejor, lo mejor es un vuelo místico. Un vuelo de unión, de entrega. Imaginate vos y yo juntos en una misión. Juntos abrazados caminando en una pista de aterrizaje. Vos te tambaleás y yo te sostengo, te abrazo, te acompaño hasta la portezuela del avión. Te ayudo a subir. En el avión hay una hilera de cuerpos, otros como vos, dormidos. Te ayudo a subir y te extiendo. Ahí te quedás, en el suelo. Vamos a volar, volaremos juntos, man. Voy a tu lado de pie, y otros como yo están de pie a mi lado, apoyados a las paredes del avión. Como un círculo mágico. Guardamos silencio. Es la costumbre, como un ritual. Vos estás medio despierto, casi dormido. Volamos, empezamos a volar. El aparato comienza a temblar. La portezuela queda abierta, hay mucho viento. Mucho ruido, mucho ruido dentro y ruido exterior. No nos miramos con los otros, cada cual está en lo suyo. En qué pensarán, me pregunto. Yo en ese momento convoco a mi luz interior. (se sube a la mesa) Convoco a mi fuerza, soy yo. Soy yo la que está ahí en esa misión. Sobre la gran ola del tiempo (surfea). Empiezo a llamar a todos mis antepasados, a mis ancestros los guardianes de la civilización. Yo soy la hija del desierto, la defensora de la luz celestial. Acá estoy, en alma y cuerpo. ¡Venceremos sobre el mal y la confusión, el bien ganará también esta batalla y librará a los hombres de buena voluntad del terror y la barbarie! Sí, man. ¡Ahora sí que estoy viva!...
(se arrodilla sobre la mesa)
El capellán te bendice, nos bendice. Te vamos a salvar. Ahora ya estás dormido. Desde la cabina nos hacen señas y empezamos a lanzar los cuerpos al mar. Vuelan. Se deslizan suavemente. Tiemblan como muñecos de trapo rellenos de arena. Veo tu cuerpo desnudo caer en el vacío. Silencio. Es un momento grandioso. Qué intimidad con Dios. Casi puedo sentir su aliento. Nunca imaginé algo parecido.

Mira el reloj. Apunta algo. Se incorpora y sale de la habitación. Vuelve. Duda. Va al armario y saca una cámara de fotos.

Esto me mata, man. No hay diversión. Y también es eso, ¿no? ¿Para qué venimos al mundo? En la foto seguro que estoy bien (se saca una foto con el tipo). Cuando la vea papá, no se lo va a poder creer. Ya lo oigo: ¡le reventaste las tripas, eh Julie! La pequeña Julie por fin hace algo que vale la pena. ¡La hija pródiga de América!. Una fiesta voy a hacer cuando vuelva a casa. Una fiesta enorme con cerveza, gente y piletas por todas partes. Me voy a comprar una casa de madera, perfecta, igual. Autos quiero. Quiero autos y una estación en algún lugar, una gasolinera. Sí. Mucho motor. Mucho motor y orgías en la playa y tequila. Mucho tequila. Máquinas cortacésped de última generación, batidoras, licuadoras y aire acondicionado el mejor. Un gran televisor, el más grande, una pantalla gigante. Máquinas tragaperras en mi habitación, muchas, a todo color. A todo trapo todo y la música a todo lo que da. Sí, man. Y para el viejo un seguro, puede ser. Puede ser. Me pagó la educación. Una parte, bah. La otra me la pagué yo. Cómo estará, ese viejo hijo de puta. Me acuerdo, sabés, me acuerdo una noche que gané en la escuela. Estábamos sentados después de cenar y la perra comía los restos subida a la mesa. Eran spaghetti con carne, de esos que te traen a casa. Mamá se levantó mientras papá leía y se rascaba la espalda contra la pared. Yo oía la voz de papá y la espalda de mamá haciendo ese sonido horrible. Cuando acabó de leer papá bajó la cabeza y escondió los ojos en los spaghetti. Empezó a sorber el jugo y luego se limpió la salsa que le chorreaba por las comisuras, agarró su copa y la miró a mamá. Cheers, le dijo...(risa) En la tele daban lo de siempre las risas sincopadas y los negros apaleados en Los Angeles ardiente. Esa noche no pude dormir, los gatos de Matt maullaban de frío en el aire acondicionado y a la mañana siguiente tuve una hemorragia interna mientras me duchaba. El agua caliente caía a borbotones sobre mi cuerpo y de pronto se abrió mi esfínter dejando escapar un chorro de mierda líquida como barro con brotes de hierba. Me sentía morir me encontraba tan mal con los pies en el charco de mierda no pude salir de mi bañera y cada vez había más agua mezclada con mierda y me volví loca. Salí de la bañera con los pies chorreando y corrí el pestillo de la puerta. Tardé horas en limpiar aquello. Cuando salí del baño papá ya se había ido al despacho y mamá hablaba con Fernando de las herramientas. Fleebag comía el desayuno en la mesa. Papá me había dejado el tarro de las medicinas y la tarjeta en la repisa. Hacía frío. Salí a correr, como siempre, en la niebla (corre). Detrás de la casa había montañas un camino de tierra. Mucho silencio. Estaba cansada pero igual corrí un poco hasta la curva de arena, y corrí más, y seguí corriendo y empecé a marcar el ritmo con la respiración (respira), y corría, corría, corría, corrí durante mucho tiempo. La niebla había empezado a cubrirlo todo y sólo podía ver el pico de las montañas allá lejos. De pronto oí un pájaro o un crujido. Me detuve. (se detiene) Sentí un aire fresco en la nuca. Luego miré al suelo, a mis pies. Y vi mi zapatilla Nike, blanca, reluciente. De la mitad hasta la punta asomada a un precipicio. Se desprendían piedras, arena. Casi me caigo. Casi me caigo de la niebla al vacío.

Gaviotas metálicas

Frente a la pantalla blanca del ordenador las oigo. Como oigo a los mástiles a lo lejos, en su letanía impaciente, fría, metálica. Están alejados pero presentes. Están lentamente entregados a un ritmo constante, persistente, hacia la voracidad de una nube que se hincha y se ennegrece y avanza su hambre tubular y su ojo en desaire.
Suenan los fríos mástiles más allá del espigón en el mar mientras la tecnología leche alimenta nuestras camas mullidas, nuestros vientres, atraviesan cables de tibia existencia nuestras húmedas calles mediterráneas. Revueltas aguas y playas de ausencia y escenarios del pasado que no vuelven aunque vuelvan. Andamios flojos. Casas que crecen y grúas y edificios y carreteras y vallas y permisos y trabajos y coches coches coches, camionetas, videos, televisores, dvds, cámaras digitales y superordenadores y pantallas y música, y megaespectáculos, ferias, concursos, premios y forums mundiales, y encuentros y debates y leyes y chaquetas chaquetas chaquetas, chancletas de alas de plástico y braguetas, botones, ornamentos, tules, perfumes, cremas y ungüentos, colchones, camas, pluminos, almohadones, organza, algodón, lino, superaviones y superciclomotores, y avanzan enfundados en sus trajes vaporosos de color pastel, sus chaquetas de diseño, sus velas perfumadas, sus muebles estilo bali, su nórdico confort en el baño, sus pelotones de opacos ojos caminando por la calle del centro, desplegando sus cochecitos infantiles multifuncionales, sus gemelos rubios rubicundos de ojos claros y traje inglés último modelo, sus niños lindos, calentitos, perfumados, crecidos a ron ron de la aspiradora, en el silencio gástrico del microondas, con el colorido plástico de la motorola. La papa de tele la papa de lele la papa del telele.
(...)
Tarde de Sant Jordi el 22 de abril en Barcelona la rambla andando libros y rosas rojas comprando. Fiesta nacional del paseo papista y la ñoña consumista. Del guerrero salvador por el pueblo sangrando, la bandera, la lengua y la savia pesetera. En una esquina se sienta María Konstantini. Tiene vacías las piernas. Los pies descalzos. Vieja de tantos años. Me mira y pone la mano. Me acerco, me agacho. La miro. Me enfrenta. Me mira a los ojos y su cara se ilumina abierta. Busco monedas le doy todas las que hallo. Me habla en rumano. Me cuenta que tiene tres hijos y un marido muerto. Que vino de Rumania. Que quiere volver. Me pregunta en qué ando le cuento y se pone contenta. No tengo marido y le sorprende e insiste en la extrañeza pero igual se ríe porque tengo mamá y hermanos. Me muestra un documento sin fecha de nacimiento y con una joven vieja, gastada, golpeada y seria, doliente de dureza la foto recubierta de maleza. Ensaya un lloro y una vuelta a los chicos y me agradece tanto, tocándose el pecho levanta manos ojos dientes cariados del cielo al manto y del llanto al deleite. Una chiquita rubia de lazo rosa y ojos aguos pasa con su papá de la mano, y quedan sus ojos sorprendidos pegados a mi cuerpo registrable junto al cuerpo de lo invisible vedado, cuerpo María portador cubierto con la caca del degrado, cubierto de pena, de miseria, de negligencia y de palos. Carne roja hecha parda por metralla, balas y dados. Cuerpo silenciado cuerpo mudo del otro lado. Invisible María los ojos de esa niña se quedaron pegados. Te encontraron. Se asombraron de verte iluminando mi cara abierta y mis manos y mis huecos vaciados. Te vieron desde el semáforo del otro lado, desde su cuerpecito colgado, la mano chiquita en la mano vacío de un papá tullido avanzando lentamente en el infierno de los ojos planos.

Las Desveladas

Para Pablo de la revista El fin, en el 24 de marzo de 2005.
Para Brazo Largo.
Para los hijos del tiempo.

Por una bandera sola de sol, tierra y colores.
Y vida ardiente.




Las desveladas son dos. Dos pequeñas mujeres gigantes. Una es rulo amarillo y ojos tigre. La otra es mujer hombre de tiza bombón. Bailamos en un boliche ellas y yo. No oigo la música ni mis ojos deslizados ven al montón. Sólo me oigo yo dentro de la música y yo. Me entrego. Son tácitos pálpitos de mis trágicos hábitos, la negra calentona que cabalga un muslo y que revienta, la negra de la barca cierta.
Sigue la música tronando y mi búsqueda voltea cien cabezas donde a las duendes no hallo. Las pierdo y entonces bailo con una doncella de anteojos oscuros, misteriosa silueta hada sobre un fondo de latón chatarra. Boliche bolichero y cajón nochero, remojón ratero. Me quedo en la caja rata cucaracha. Toco el cartón de la caja, paredones de lata. Luego me escupo al aire callejero de esta ciudad chapa, es noche diciembre. Autos parados y jóvenes tirados, en las esquinas el hampa harapa. Camino y tambaleo tomboleo timbaleo. Me retiro de humo y alcohol entera cuerpa pequeña en la madrugada que despieza su bailable espera en las sábanas tibias de mi casa porteña.
En mi cama estoy en la cabaña mañana cuando oigo entrar voces y de pronto es luz dicharachera y se ríen las desveladas duendes trayendo a dos hombres en su tela de araña. Uno es él con aro y pelo enrulado y cara de hombre amañado. Lo conozco. Es argentino árabe italiano. Traen botellas de sidra, cigarrillos y faso. Se sientan a mi mesa en la madera y cuelgan sus humildes trapos: bolsa de plástico y pastillas, cocaína y dientes blancos. Mis duendes están encantadas y yo en bata me adelanto, me siento a la mesa, desayuno dientes blancos. El morocho argentino me cuenta. Éste es yanqui habla en inglés lo traigo lo paseo y lo marcho. Bueno, entonces fumo, sonrío y charlo. Quién es el yanqui me pregunto y le pregunto y mi inglés desenvaino. Kevin de nombre el yanqui tiene pelo rubio blanco cepillo rapado, piel inflamada de cuello rojo hinchado y cuerpo gimnasio, se llama soldado aunque se presenta de red informe empleado. Trabaja en Oriente, en el Sur y en los costados, es hacedor de hilos en países machacados por su estado militar tecnólogo avanzado, manzana máquina negra de tentáculos alados. Kevin tiene treinta años, arma mantiene y sostiene redes de telecomunicación en los cuatro costados de sangre reventados. Viene a desayunar a mi mesa el siniestro soldado. Le pregunto y de mi voz soy ausencia. Le pregunto y me cuenta que no le gusta su trabajo siempre en medio de la guerra, pero lo hace a ciencia cierta para irse al carajo, ganar plata pudienta y mandarse en su tierra una casa gigante y una tranquilidad vieja. Tiene algo bueno mi trabajo, desdice. Y es que viajo a muchas partes conozco muchos países y su fiesta bailo y sus drogas me trago. Qué te gusta, le pregunto. No bebo alcohol ni fumo cigarrillos me tira fumando un pucho y mostrando un atado con la Quilmes en mano. Me gusta la droga exquisita marihuana cocaína quetamina es el mejor hallazgo. Qué te hace, le pregunto. Te hace un viaje inolvidable un incomprensible estado algo grande impredecible algo grande habla y su boca es línea caída a un lado y su cara es piel roja de blanco marchitado y sus ojos perdigones de azul mal encontrados.

Mis duendes apuradas de la mesa al costado se besan los ojos cerrados, botella en mano. Se miran en el sueño y no ven ni al morocho ni a mi cara larga ni al soldado. Están soñando. Sueñan juegos ardientes en una isla palmeras de agua caliente, sueñan juegos de arte, de gente niña y de niña suerte. Juegan sonrientes en una burbuja celeste que mi aire de negro argentino y de cuello rojo desmienten. Estoy sentada y me levanto y bajo a la calle en San Telmo vendiendo fruta y un dobermann mordiendo con afilado diente de la calle vuelve con voz caliente y les dice al yanqui y al negro vayan de mi lado les pido vayan a otra casa a otra velada a otras chicas que a birra faso y pastilla recen dormidas cazadas. Acá se acabó mi mano se rompió mi jeta frente al rubio soldado.

Las chicas dormitan a un costado. Dormitan las chicas y es osado asado de carne joven valiente vendida su suerte a un pucho barato a precio caro. Me lavo. Me despierto y ando caliente. Lavo. Lavo los platos lavo la ropa lavo mi cara lavo ampollas al sol ardiente.

(...)

Sol ardiente de marzo en esta bandera del 24, día de la gente. Es madrugada. Duermo en mi lecho de avestruz cansada. Es mañana saliente, a las duendes hace tiempo no se las siente. Tengo a un joven a mi lado. Un joven marcado. Desaparecidos padres desaparecido su halo. Me dijo que este día lo atrapaba siempre. Vino a dormir, se quedó acostado con dedos besados. En un momento llega la gente. Son desveladas duendes hablando riendo y trayendo simiente. Abren luz, la música ponen y traen a dos muchachos en ciernes. Uno grande morocho otro chiquito y caliente. El chiquito mueve los ojos con hambre de fiesta fiera se divierte. El joven marcado desaparece en un soplo desatado. Vieja costumbre de fugitivo azulado, hijo de nadie hijo de un alguien sesgado. Rulos tigre se desnuda a mi lado. Bombacha joven y cuerpo estilado. Pubis abierto ano rosado es flor crisálida la rubia a mi lado. Ay, qué linda la rubia a mi lado.
Rulos tigre se duerme. Viene el morocho y se sienta a un costado. Besa a la rubia, me pide un beso prestado. Asiento. El morocho se pone sonriente. Cuerpo enorme gigante tan grande como una montaña de arena y tan dulce su estar calmado en medio de la gente y tan lento el color pastel que en su boca se cierne celeste el aire que cambia y a su alrededor de remolino divierte. Lo abrazo, lo beso, lo tengo en mi regazo diminuto lo mezo como a un gigante negro de nube azucarada dentro. Nicolás se llama Katai Jorowski de nombre y nació el 24 de marzo de hace 25 años. Hoy es su cumpleaños. Es por rusos adoptado todos estos años y cuenta 5 en Israel estado. Habla yiddish y habla árabe el negro datilero es judío practicante y por el sionico quirúrgico dos años vacunado entero. Me hago ruso me hago blanco de todas las clases me hago. Sos un coya me exalto, me dice eso no importa. Viste ropa de marca y sonrisa pronta. Nicolás el negro trasplantado el huérfano indio por los rusos adoptado. Quiere ser sociólogo para entender lo de estar en varios lados. Adaptada forma adoptado. Adaptada forma que es conducta y es costumbre y es manera de hombre blanco. Se desaparece el indio se hace blanco. Me da risa el engaño. Luego Nicolás se sienta y me cuenta cómo bebe el hombre blanco. Bebe sin sentarse esperando que le mojen el pico largo. Bebe sin mostrar lo sagrado en su acto. Me dice que sigue a un grupo que de arcoiris se viste y por la tierra rinde culto a lo que existe. Luego me dice no respondo a dobles preguntas. Sólo a pregunta directa. Luego me toca, me chupa los pezones con sus manos piedras acicate de uva rocío colecta. Acicate de mano dura y de boca barca que chupa y rechupa y de chupa se harta. Se desnuda y con su cuerpo me abarca. Se hace pequeño para entrar en mi halo. Nos juntamos los pechos abiertos los brazos adentro y los brazos a un lado. Luego se duerme, descansa, tiene que partir a ese lado, junto a los verdes viajeros del pasado. Luego despierta y me toca y me encuentra su mano gigante y me mueve y me levanta y me hace a un lado buceando el brazo que golpea en mi vientre una marea de grillos que advierte. Entra la manga simiente negra reluciente. Me pregunta puedo venir donde lo hago. Donde quieras le respondo. En tu panza puedo, murmura intimidado. Le digo claro. Viene y viene ráfaga leche sobre mi panza y la veo entre los cuerpos mirando. Veo el chorro interminable regando mi regazo. Se interrumpe e irrumpe en sacudidas llenas se llena mi panza como una cuenca como un valle chiquito de pronto inundado. Me río del río en mi cuerpo acostado, del lago en mi valle por el miembro regado. Me mira el indio de ojo tímido almendrado, sus párpados divinos de almíbar excusados.
Dormimos abrazados un instante de caminata corta y Nicolás se marcha lanzando un beso tras la puerta blanca de mi casa azul. Es mediodía 24, marzo de sol brillante, jornada marcha de gente hogareña. Salgo a la calle eléctrica nublada de plaza mayo. Siento un diente, mi muela, el juicio que arremete. Si duele la muela que muele. Me trae amarilla fiebre nebulosa ausente. Caminan madres negros piqueteros tambor machacando y guita plata gritando, pasan memoria resaca y fotos de masacre eterna sus venas abiertas sacando, andan sueltos periodistas mercadeo y jóvenes video, y la gente toda entera de la cotidiana lucha porteña hecha una maraña zurda de resistente alimaña. Tienen banderas extrañas banderas diversas y banderas varias. Muy distintas y de muchas mañas. Unos caminan a un lado, los otros del otro lado caminan enfrentados. Se encuentran. Pero manifiestan banderas diversas, ritmos y rumbos cambiados. Mismo horizonte sobre mi cabeza sus cabezas nuestros rostros encontrados en el embudo de la lúgubre fiesta. Bajo la lúgubre nube aparece entonces un rumor templado, un tambor mojado de rotunda suerte. Son la rumbias de la cumbia, las chicas del ritmo sagrado. Rumbias morenas del barrio asfaltado, cuerpas volumnias hembras candado de valquiria esfuerza, bailarinas del afro enfiebrecido excarcelado. Están cubiertas de azul turquesa las rumbias del cielo alado. Baila la porteña afro frente a un cartel de hijos colgando y atardece un cielo rosado. Floto embobecida y hablo con un periodista tucumano ilusionado. Lo escucho apenas la muela moliendo bisagras de negras ciruelas. El fin no cuenta me dice el joven tucumano, no cuentan los medios si el fin no es sensible a contar lo del medio, lo que está no a ese lado en la video, ni tampoco en la calle dividida de un mismo credo, sino en la cuerda nueva que en todo esto veo. Escucho al tamborilero. Me adentro, me adiento, me aliento pensativa calle abajo caminando bolívar en la sangre marzo vertedero.

(...)

Vierte la lluvia de abril un brazo largo frente a mis ojos mirando. Es noche entrada en Plaza Congreso y un grupo de actores en La Bohème anda la noche hilando. Son jóvenes tigresas supervivientes ilesas que una llaga andan mostrando. Se me acerca Cuba un actor callejeando. Tiene rostro de afro argentino y chinos ojos de azul cristalizando. Cuba desmiente la unidad de la simiente. Es mosaico su cara y es plástica rara que se ensancha y se alarga y se extiende y se vuelve un millar de caras cuando Cuba siente y su cuento consiente. 31 años de porteño ajetreado, cuerpo pequeño y cuerpo impresionado que se hace blando y de expresión botella plena y ganas de salir aullando. Cuba tiene en su cuerpo todas las culpas minando. Padre madre hija y esposa del país histórica prosa. Me cuenta Cuba en La Bohème que en Cuba se casó a una negra porque era fácil la treta para seguir allí habitando. Se casa Cuba en un despacho y después mira la fecha y se asombra gritando: es 24 de marzo. Carajo escupitajo cómo en este día me caso. Cuba no quiere no puede casarse el 24 de marzo ni aunque por casarse entienda salir de una contienda. Entonces la abogada le dice vamos te pongo la fecha, no hay lucha ni hay drama ni tampoco sabotajo. Así es que Cuba descasa el 24 de marzo y en el papel se casa por el cantor de la tierra de cuarzo, es Serrat que anuncia un 20 de abril para el caso. Cuba truca el cambiazo. Y ahora me mira y me toca el antebrazo y me habla temblando para arriba y para abajo Cuba en la contienda se casó con el cambiazo. Suena en La Bohème la música a todo trapo. Cantan las actrices desveladas del largo brazo. Cantan con la voz entera a un sábado azul y a un domingo sin tristeza, rugen cambio de sexo, de dios y de bandera.

Asomo mi nariz al cielo queja. En la ciudad luciérnaga brama el barro congelado, nada cambiando entonces ahora que todo ha cambiado.


Porotito Mágico





Texto de Faustina "Patuà" Hanglin
Ilustraciones de Eugènia Anglès i Cantó

A Kevin, mi tierra
arena movediza
mandrágora

A Norman, nacedor



La pequeña viajera
moría explicando su muerte
sabios animales nostálgicos
visitaban su cuerpo caliente

Alejandra Pizarnik


Porotito era una cosa chiquita, chiquita, tan chiquita, que a veces ni se la veía. Era un lindo poroto, redondo y aterciopelado como un corazón con trompita. Se colocaba al sol, este lindo poroto, y se sentía bien, abrigado de luz. Mas le pasaba a Poroto que de tan chiquita que era a veces la pisoteaban o se la llevaban por delante, e incluso sus papás, cuando estaban distraídos, la apartaban de un manotazo o se la olvidaban en la fila del supermercado o en el andén de la estación.
Y así andaba Poroto, diminuta, tan poquita cosa que se asustaba cuando la rozaba un manotazo, un cepillazo o un cincelazo. A su alrededor el mundo se movía enfurecido y veloz, lleno de movimientos y de cambios, y aunque Porotito intentara mantenerse a flote y a la vista, era tan chiquita que nadie la veía.

A veces Porotito salía a ver el mar. Se acercaba a la playa y se sentaba frente a la inmensidad desconocida y azul. Cuando se armaba la tormenta y se agigantaban negros nubarrones como brazos, se sentía aún más insignificante y diminuta. Sintiendo la humedad que le mojaba la cara y el frío que le helaba los huesos, Porotito se decía –¿Por qué no seré como el Capitán Trueno, que atraviesa tormentas con su coraje y derrota a malvados piratas con su ingenio? Al menos, podría ser una linda princesa. O algo, no sé. Hasta el patito feo tiene más dignidad. Un poroto. ¿A quién le importa un poroto idiota, que no sirve para nada?
Ay, Porotito, cuántas preguntas frente al mar. Pero el tiempo pasaba y Poroto seguía igual de pequeña, era imperceptible. A veces se agarraba a la falda de alguna mujer o a los bajos de un pantalón y caminaba un trecho de polizón, sin que nadie la viera. En realidad, frente al mar, Porotito soñaba con viajar. Era muy curiosa. Cuando miraba al horizonte se preguntaba qué habría allá a lo lejos, detrás de esa línea, ¿cuántas cosas podría descubrir?, cosas divertidas y ciertas, cosas lindas y nuevas, cosas tiernas...



Y así andaba deseando hasta que un día Porotito se armó una alforja y se echó a caminar. Agarró un camino estrecho que salía por detrás del pueblo hacia la montaña y se dijo –Bueno, veremos. Algo tendrá que pasar...

Por ese camino fue caminando. Vio ardillas y un erizo, y hasta un arce. Flotaba un aire caliente de sorpresas, lleno de flores y de pájaros. A la sombra de un árbol se detuvo Poroto al llegar la tarde, frente a ella la humedad de un río y una libélula de ojos rojos y colita azul. Poroto alargó su trompita sobre el agua, buscando los peces dorados y carnosos en el fondo. Sobre su cabeza temblaban las hojas en la brisa. De pronto, junto a su reflejo, apareció una imagen. Era un tipo guerrero, armado de armadura, con ojos tiernos y asustados. Poroto se alzó para mirarlo.
-¿De dónde vienes?- preguntó
-Vengo de mi castillo, ahí arriba- El guerrero se movía apenas, atenazado por quilos y quilos de metal que habían de protegerlo.
-¿Por qué llevas tantas cosas encima? No puedes sentir el aire, ni tocar la hierba, ni jugar, así vestido-
-Bueno, no sé. Estuve en la batalla y necesité esta armadura para protegerme. Si no, habría muerto- El guerrero tenía ojos sorprendidos. Poroto se quedó pensando: ¿batalla?, ¿dónde habría estado ese hombre de ojos como bolas extrañas que usaba una armadura para pasear junto al río?
-Ya. Bueno. Aquí no hay batalla. Sólo están el sol y la hierba, que está fresquita, y el agua azul. Podrías sacarte la armadura. Verás qué lindo el aire caliente sobre tu piel, qué linda la tarde en el río...


El guerrero la miró y entonces Poroto vio una luz en sus ojos. Le ayudó a sacarse una a una todas las piezas de la armadura y las fueron extendiendo sobre la hierba como unos bañistas descuidados.
Al final el guerrero quedó desnudo como un pez, vulnerable y libre. El hombre, entonces, se convirtió en un chico. Poroto lo vio revolcarse como un cachorro sobre la tierra, hundir su cabeza en las flores, llenarse de olores como un animal liberado. Tenía una expresión enigmática y hermosa, sonrojada de felicidad.
Poroto se quedó mirando, sentado sobre una piedra junto a la orilla, el guerrero hundía sus blancas manos en el río, buscando los peces y buscando el tacto del agua.
Tan fresca y real, líquida vida y regalo de una fiesta, agua pura, agua, agua, agua de mi tierra y vida, agua para andar y para ver y para apagar tu sed.



A la mañana siguiente Poroto despertó fría. El guerrero había desaparecido. El río estaba helado y el árbol parecía envejecido. Todo hablaba de soledad. Todo hablaba de que nadie habría de quedarse en aquel lugar. No estaban los pájaros ni los peces. El aire crujía de frío, crujía de frío Poroto y en el cielo el gris era el dueño. Ay, qué miedo. Poroto se encogió y se hizo chiquita bajo el árbol. Sentía las piedras en la tierra y bajo la tierra que abrazaba toda la soledad del mundo. Sentía que rugía ahí en el fondo algo desesperado. Soledad de sola, soledad de sed. Un hueco ausente, un rumor de piedras, un castañeo de dientes. Un dolor de bombilla sin sentido, de estación subterránea, sinrazón de clavo. El tronco lloraba y lloraban sus dientes. Lloraba Poroto de gris y de ausencia, lloraba de frío y de miedo, lloraban las nubes secas de lluvia su pena, lloraban gotas de polvo las flores muertas.




El camino se había hecho estrecho y arenoso. El aire caliente albergaba un ruido de chicharras, lejanas y cercanas al mismo tiempo, como un zumbido en los oídos, presente dentro pero intangible. Las copas de los pinos, anchas y llenas, se recortaban sobre un cielo de límpido azul. Un cielo de verdad, llano y extenso. El sol estaba en todas partes.

Porotito caminaba descalza por un camino sembrado de piedras. Vio un alacrán sobre una roca, detenido sobre sí mismo, con la cola desafiante tendida hacia el cielo. Tenía sed, pero no había rastros de agua, ni de vida. Sentía los ojos turbios, la mirada reseca, los pies cansados.Buscaba en esa tierra algo que hablara, pero no oyó nada. Sólo un pájaro sombrío pasó gritando su vuelo poderoso y gritando la fuerza de sus alas hasta esconderse en algún lugar de un árbol. La sed crecía y crecía y Poroto se decía: “¿podré soportar esto?, ¿qué me pasará?... no quiero morir...”


Entonces vio a lo lejos, junto al camino, un punto oscuro. Algo grande y macizo la esperaba ahí adelante. Aceleró el paso. Al acercarse, reconoció el perfil pétreo de un viejo pozo. Un pozo de piedra negra, un cubo de madera, una escudilla. Poroto lanzó el cubo al fondo del pozo y lo oyó golpear la superficie del agua. ¡Estaba lleno! El corazón le latía fuerte mientras tiraba con todas sus fuerzas para recuperar el cubo. Hundió la escudilla en el agua transparente. Agua fresca. Sintió que una lengua de vida la atravesaba desde los labios hasta el vientre, una explosión de risa clara, un torbellino de arco iris en su garganta. Se imaginó un clavel y un olor a tortilla de patatas. Se imaginó a sí misma con bragas de gitana en un día de sol que la llamaba. Se acordó de un olor a cerveza, de un sabor de mostaza, de un patio y de una gata.

Ay, los recuerdos de Poroto agolpados todos en su trompita, agolpados todos junto a su mamá y sus hermanos, en el sol y en la espuma del mar y en la sal de la piel y en el olor a perro mojado. Las piedras y la playa. Las alcantarillas. Zambullirse en el mar. Cazar erizos para devorar un corazón de agua salada. Cazar luciérnagas para tener la luz. Buscar bichitos para descubrir que en el vientre vivían y vivían con tenacidad de topo, y morían como un gorrión de pata tiesa y órganos transparentes o como una gata de solemnidad egipcia endurecida, acabada en una caja de cartón.





-Ven conmigo. No temas, no te haré daño- El niño negro sonreía con miles de dientes y ojos de carbón encendido. Porotito no se lo podía creer, lo miró de cerca. Ese negrito tenía muchos rostros en su rostro. Muchas bocas en su boca. Muchos ojos en sus ojos. Vagabundear, así se llamaba el niño negro, venía de un lejano país africano. El pelo le crecía en la nuca como a un bebé, pero tenía ojos de vieja, fuerza de hombre del desierto, serenidad de ermitaño. Era tan extraño. Como muchos mundos en una persona, como una persona con distintos andenes y distintas galerías y de golpe en un andén era el silencio y Vagabundear partía. Era también una pantera, pero aun no había aprendido a dominar su fuerza. Era un pájaro. A sus dibujos volaba y en ellos vivía un mundo de sueños y de oscuridad, de seres múltiples y de guerras de antaño. Tenía música en su cuerpo y con los dedos reía.


-Ven conmigo. No te haré daño- Poroto sentía los pies callados. Sentía el cuerpo cargado de polvo y de tiempo y el sueño en sus ojos. Dijo -Sí, vengo- El niño africano le tendió una esterilla en su cabaña, le acercó una escudilla con leche de cabra. Mientras bebían, Porotito lo vio desaparecer en el acto de beber, vio como Vagabundear viajaba a su escudilla y en ella estaba y estaba en la leche que bebía. Apoyó la cabeza sobre una almohada de piel. Se durmió. Se durmió largamente y vio en sus sueños que Vagabundear tendía su mano y de su mano la seguía. Soñó que el niño africano buscaba el camino y buscando lo encontraba. Al despertar, oyó el sonido de una flauta. Se asomó a la ventana. Vagabundear bajo las montañas suspendido en su música, presente y ausente, como un trámite. Vagabundear en este mundo entre el cielo y la tierra, nuestro y de ninguna parte. Vagabundear sin nombre descubriendo estrellas, Vagabundear una palmera y un camello y la savia dulce de un dátil, Vagabundear una rama y de la rama al cielo y del cielo al riego y a una montaña.

La música del niño negro quedó atrás. Poroto se sentía fuerte por la leche de cabra y los cuidados de su pequeño amigo. Sentía un corazón henchido de paloma, de algodón abrigado. Se dijo que era hermoso viajar. Que en el camino habría de encontrar muchas cosas, muchas gentes. ¿Qué sería el destino? ¿qué sería su vida por ese camino?... Tenía una sensación de posibilidad infinita, como si su vida fuera el firmamento entero, un misterio por descifrar, un tesoro. ¡Estaba tan excitada frente a la aventura que la esperaba!... Caminaba Poroto, caminaba su sueño y tenía alas. Caminando andaba y con los ojos volaba. Llegó entonces a un valle como una cuchara. Crecía la hierba, de nuevo la hierba, alrededor del río que se ensanchaba y se abría como un reguero de venas azules, como una mano celeste en la tierra. Era el delta. El mundo como una campana de insectos agitados y plantas soberbias, libélulas de la ciénaga, hermosas señoras que rozaban la cabeza de Poroto dejando caer miradas húmedas de sensualidad y veloz abandono, árboles rozando la tierra con sus ramas y en las hojas un desfile de hormigas y en los troncos, corteza, mapa de itinerario secreto y de historia vieja. Oyó un pitido. ¿Qué sería? Corrió hasta donde el delta abierto se volvía río embadurnado de tierra y el río se adentraba en el mar como una mancha de planta recién bebida.
¡Un barco! Una nave hermosa e imponente avanzaba su vientre, surcaba el límite en el que se encuentran las aguas de arriba y las aguas de abajo, mezclándolas a su paso. Bajo la panza gigante de la ballena metálica ocurría un intercambio entre hermanas, una entrega de ida y vuelta, una dádiva de estiércol y de savia, de saliva y de plancton, de viejo coral y tierra viva. Poroto echó a correr en la dirección en que viajaba la nave, sorteando obstáculos sobre el barro, ramas y cangrejos, latas viejas, troncos rezagados en la orilla. Vio que la nave se dirigía hacia un muelle delgado como un brazo femenino apoyado en la tierra. ¡Era un puerto! Y Poroto corría y corría y sus pies se volvieron hélices de aventura y motor supersónico y una fuerza centrífuga que lanzaba chispas a su paso y la llevaba cerca, cada vez más cerca. Paró. Frente a su nariz el muelle. Rumores de puerto, griterío de gentes. ¡Oh qué belleza el hedor del viaje y las ropas del viajero y los ojos cargados de imágenes sin título y los rostros portadores de libros enteros! Hombres, mujeres y niños que acarrean bultos y gritan palpitando el miedo del viaje y anticipando el gozo de Poroto.



-¡Niña, sálgase de ahí!
Un viejo ceñudo la miraba con gesto impaciente, señalándole con la mano que se apartara del camino. El viejo empujaba un carro abarrotado de objetos, parecía llevar consigo todas sus pertenencias y sobre su hombro parpadeaba con la celeridad de un pájaro un pequeño mono. El animal atrapó la atención de Poroto.
-¿Cómo se llama?- preguntó.


-Se llama Atientas. Es un ejemplar de una especie muy rara que viene de un lugar exótico y lejano. Es muy miedosa y tímida. No le gustan los extraños. Sólo está tranquila cuando está conmigo.
-Es hermosa...

Poroto la miró boquiabierta. El viejo resopló irritado por el vaivén de gente que no le dejaba instalar su carro tranquilamente.


-Tengo que trabajar. Si no vendo mis objetos no podré ahorrar y dentro de poco ya no podré caminar detrás de este carro y nadie se ocupará de mí y entonces podría morir.
El vendedor ambulante apartó bruscamente a Poroto y se colocó frente al carro acomodando las cosas que vendía. Entonces, Poroto se dio cuenta de que la mona estaba atada por una cadena de una de sus patas al cuello del viejo, sujetada por un robusto collar. Le pareció extraño.

-¿Y por qué lleva ese collar? ¿por qué la tiene atada?

El viejo volteó la cabeza, gritando enfurecido

-¡Salga niña!, ¡déjese de molestar!

Poroto se asustó un poco, pero no podía dejar de mirar al animal. Parecía ausente de su cuerpo, como si el alma se le hubiera ido, dejando un gesto sin intención, sólo los ojos se abrían y cerraban como linternas hacia una caverna dentro y mensajes hacia fuera que decían me muero, me muero, me muero. Poroto no sabía qué hacer. Miraba y miraba a la mona detenida en su actitud de inexistencia y volvía a sus ojos traicioneros que delataban vida, la sombra de un espíritu salvaje. De pronto la mona empezó a buscar en la oreja del viejo piojos rebeldes y le apoyaba una mano ligera sobre la mejilla. Entonces Poroto creyó ver en su mirada el calor de la familiaridad, el fuego húmedo de la pertenencia. El viejo ladeó la cabeza hacia el hombro en que moraba su mona y la besó con ternura en la boca. En ese momento Poroto tendió su mano para tocarla. La mona se sobresaltó y empezó a agarrarse al hombre con desesperación, trepándole por la cabeza y emitiendo chillidos que ensordecían el aire que ensordecían el cielo y Poroto se cubrió los oídos con las manos y echó a correr dejando atrás la nube de gritos agudos de la mona furibunda y de su dueño -¡carajo niña le dije que se deje de joder!


En Poroto de nuevo la humedad en los huesos y en las manos un cosquilleo de hormigas siderales. Inventa palabras de un balbuceo infernal. Inventa en el vientre de la nave un loquero de vieja errada y en ese cuerpo suyo desencadena furiosa batalla de preguntas acechando brazos y enseñando dientes. Recuerda un diente roto. El límite doliente de su ser. Y las señoras de la ciénaga encontradas al anochecer. La soledad, entonces, se hace punzante y densa como una mancha interior que se agranda y es cada vez más honda y Poroto boquea como un pez embadurnado de susto. Un nervio helado tirita en su mueca. Mueca que es hilo de tinieblas, de un lugar ahí dentro, hilo que tira y agarra y recuerda y enloquece de daño, ay, Poroto te hiciste daño, Poroto dulce te hiciste ser.




Poroto vio un corazón de luciérnaga en un rincón, una lucecita de anhelo y ojos de miedo y tremenda conmoción en la negra humedad estomacal de aquel barco poderoso. Cordones gastados, un pie chiquito y pierna de niño. El pequeño emigrante aparecía bañado de luna por un manto de leche sobre la piel y la ropa. Poroto podía ver su cuerpo pequeño ahí debajo. Su pequeña carne. Se desperezó entonces. Sentía un escozor en la piel, una sensación extraña. En ese momento le pareció que algo le rozaba la rodilla, y ahí estaba una pulga brillante que salió disparada en un brinco circense y se volatilizó en la oscuridad. Le picaba todo el cuerpo. Sentía frío y hambre. Miró al pequeño emigrante en su rincón, el chico apoyaba la frente en los brazos cruzados sobre las rodillas. Poroto pudo ver tras aquellos brazos la luz palpitando en la pérdida, la luz que era una voz y era un grito y era una voz que era sólo anhelo de no apagarse. Se acercó muy despacio. Tenía las piernas entumecidas, no podía ver por dónde caminaba. Al acercarse, Poroto sintió un recogimiento en su interior, como si unos muebles imaginarios se agolparan hacia el centro en su pecho. ¿Qué sería el dolor del otro? Alargó la mano y le rozó el brazo suavemente. El chico tardó unos segundos en levantar la cabeza y abrir unos ojos como una hendidura húmeda, una mano de agua densa apoyada en su frente. Tristeza de una tierra que asoma a sus almas por las rocas hasta el mar. ¿Qué sería esa tierra? se preguntó Poroto. La que daba esos ojos habría de ser tierra verde y oscura, tierra de cuentos y de hadas, de musical caracola. De licor de manzana. El chico la miraba.

-¡Hola! ¿cómo te llamas?- susurró Poroto.

Las manchas de agua se ensancharon en el rostro del chico, que no dijo nada y bajó de nuevo la cabeza sobre las rodillas. Poroto se agachó frente a él. El chico entonces volvió a mirarla y desde las manchas de agua llegaban borbotones de palabras en una lengua como cascabeles que ríen. Poroto deslizó su mano por el rostro del chico hasta apoyar el interior de la muñeca, ahí donde late el pulso, en el cuello del chico, ahí donde late el pecho. Entonces sintió que la vida en aquel chico se agitaba como en un torbellino y como un torbellino llegaron por sus venas imágenes de esa tierra verde y de un mar salpicado de rocas y de un cielo hostil y de una madre pobre y enjuta y de una hermana que amaba al chico y lloraba su ausencia en prematura herida. Ay, Poroto sintió el desgarro de esa hermana y de esa madre, sintió la nostalgia infinita que se abría entre aquellas almas.

El pequeño emigrante le pareció entonces un ser a la deriva, un alma transitoria que habría de inventarse en desconocidas voces. El chico viajaba hacia otro yo, hacia una invención locuaz en la que la isla interior de su infancia encerraría para siempre las tierras verdes la madre enjuta y los llantos de su hermana. Pudo ver entonces Poroto al chico atrapado en el hombre inventado, en un cerco secreto, castillo y mazmorra del pasado.

Quiso alcanzarle un canto para sus huecos, caléndula para sus días de nuevo nombre. Poroto tenía ninguna cosa, manos vacías. Sólo el pulso apoyado en su cuello. De Poroto en el pulso surgieron entonces profundas voces, gutural estruendo de olas, océano que se hizo sangre en las venas, que se hizo enorme tormenta y fuerza tremenda para nutrir sus cuerpos y limpiar la tristeza del chico y limpiar de Poroto las penas. Y no fueron chicharras sino sirenas.


Amanecía Poroto pequeña infinita bajo un cielo de amarillo ceniza y el mar se abría como una tinta azul sembrada de intermitencia espuma. La nave empujaba su morro caliente y anunciaba bullicio en las venas. Era hermosa la mañana que paría el cielo y el firmamento huyendo hacia otra noche. Poroto despeñaba preguntas y deshilachaba huesos asomada al costado de aquella nave rotunda. Llegaría el sol y le enseñaría el perfil de una tierra. Poroto sabía que habría de llegar la tierra. No sabía de qué nombres dolían las estrellas. De qué nombre dolía su pena. Mas sabía el nombre de una estrecha aldea de un fuego dulce y de un encontrarse apenas. Se insinuaban un olor de india y un sauce que no era palmera. Eucalipto y flor de azucena. Dientes de maíz, maíz de negra. Entonces Poroto sentía la brisa y reía apenas. Llegaba la tierra a través del viento y en el viento viajaba la voz de argento. Qué linda se veía Poroto asomada al final del destino. Se veía como una pregunta de charol brillante flotando ahí delante frente a la nave que barría su lejano origen y el camino detrás de aquel pueblo chiquito.

Entonces al sol le dio una risa abierta y corrió un telón purpúreo sobre el horizonte. Allí estaba tendida la dama perezosa de plateada ausencia. La dama rendida en su siesta. La dama escupiendo roce en sus orillas. Poroto tuvo prisa por llegar y pisar la ausencia. Tuvo prisa por llegarse a un puerto y encontrar desparramadas voces y encontrar quinielas. Corría Poroto más veloz que la nave y corría su vuelo superando peces y alcanzando un muelle. Llegaba la tierra. En la nave hormiguero escuchaban la voz de tierra los hombres migratorios y parecían despertarse de un sueño. Se alzaban ojos desde un puente y preguntaban qué destino sería, qué destino.

Poroto vio al pequeño emigrante entre las gentes asomadas a la enunciación de su suerte. La plateada suerte. Una puta solemne o una despeñada muerte. Qué sería el futuro. Una potra caliente, una repetida herida, una ficción doliente. Un encanto sin dientes o tal vez un encuentro vacío o tal vez fuera dicha, dicha furibunda y tremenda urgencia y calcetín matutino y presencia de un ticket que no es hastío.


Poroto se alejó de los rumores del puerto, dejó en el muelle carcomido el azar de las gentes. Frente a ella una llanura extensa y de pronto el cielo como una plancha hirviente apoyada al techo de su frente. Escuchaba Poroto el temblor transitando, flotaban especies y la gente andaba toda en una dirección hacia un tren en la llanura que habría que encontrar. Caminaba suspendida del paso ajeno, de la prisa dirigida, los bultos a cuestas la bici los chicos colgando y los ojos brillantes llegamos, llegamos, llegamos. Al poco de andar caminando Poroto vio a lo lejos el lomo resplandeciente de una yegua plena, rellena, y platero era un recuerdo mínimo de gris dulzura. Ay, se vino platero vestido de yegua. La yegua ponía el culo al sol, un culo túrgido de hembra poderosa. Venía a las manos de Poroto tan simple como un regalo. La yegua le enseñó un camino invisible hacia su lomo y entonces Poroto ligera dijo:


-Sí, señor. La llevo.

Y el viejo -Está bien chiquita, llévela nomás. Está vieja Fabiola.

Fabiola es nombre de doña cosquilla, sonríe su cola de alambre. Poroto se volvió entonces señora de tímida mano sobre el lomo de su yegua Fabiola y salió a caminar por esa llanura extensa que prometía un lugar. Las piernas de Poroto eran alicate de presencia en torno al vientre peludo y caliente de Fabiola. Era como estar montada sobre una alforja de carne como montar un corazón de pelo un músculo amortiguado y sincrónico un artefacto de sangre. Era grandioso cabalgar a Fabiola hacia un lugar de ninguna parte y sentir el sudor y el calor y la fuerza entre las piernas y el diálogo entre las manos y un hierro maloliente que dolía en la boca de Poroto la boca de la yegua. Fabiola hablaba una lengua sangrienta, sabía Poroto que hería en su yegua la salvaje presencia de un cuerpo diminuto que comanda, mas comandaba un trueno, la vigilancia de un alma perfecta, de un sueño hecho caballo y no quisiera Poroto jamás recordar su ausencia y Fabiola no habría de morir, no habrían de morir caballos, no habrían de sudar caballos la pereza liqüefacta de un humano.
La yegua rítmica como un planeta se detuvo a comer de una rama, como pone su garra un felino, como canta una rana. Nadie comanda. Comanda el hambre, la acción necesaria. Allí parecía un oasis cristalino, parecía un río, de nuevo el agua.
Poroto descendió de la yegua con pasos lunares de desacostumbrada cadencia. Había una vieja junto al camino. Una vieja mugrienta que pide a Poroto la yegua y le entrega a cambio una cuenca de hastío. Poroto abre sus pequeñas manos dejando ir a la yegua y toma el don asesino: una bola de hiel encerrada en un cuenco, una masa indecible y sombría, un muñeco de flechas sin sentido, el veneno rabioso de un grito enfurecido. La vieja encogida tras un árbol tiene fugitivas manos, huyen sus ojos hacia adentro en un espiral escondido y es pequeña la vieja en su cuerpo ermitaño, es un ceño fruncido y un culo tacaño apuntalado por cien huesos mortecinos. Poroto acepta la memoria baldía y desciende al costado del río. Se viste lenta de ausencia con pena y con vergüenza. Se aposenta. Se distiende bien como una rosa al rocío. Muestra al cielo su aterrada herida. Atraviesa las gotas del rocío cenicienta mariposa despojada de brío, cae un manto nocturno y en un sueño moribundo esconde Poroto su llaga dolorida.
No habrá días, no habrá trigo, en la fauce abierta de este niño. Del sueño de dolorosas voces, del aleteo incesante en torno a la herida, despierta Poroto por la presencia de una india, su grácil cuerpo al costado del río. Una india de aceitada esencia, de cabello radiante y de risa fulgurante ahuyentando males. De tetas rabiosas, de ululante hambre. Aullido, la perra ardiente restriega su hocico en el nicho, la perra delirante. Poroto se acerca y se detiene frente a la india pariendo hijos bajo un sauce, a la boca del río. La india ríe la joya dolorosa de ese niño, ríe la joya de ese trueno que atraviesa un cuerpo y lo parte y lo vuelve hijo. El trueno pestilente, el capullo hervido. Poroto se sienta y observa a la india relamiendo al niño, su amorosa presencia. Sus ojos líquidos lamiendo vida y su lengua pequeña y veloz relamiendo heridas y un cuerpo que nace y no adivina la abismal espada del tiempo que renace.


Llegó entonces para Poroto el tiempo de la confusión en la tierra. Entró en la ciudad por sus puertas al tiempo del desorden mecánico, de los motores arenados. En aquel tiempo un hombre lloraba su mañana en un parque y Poroto vio la panza que temblaba y el ruido era un llanto enmudecido. La ciudad se ahogaba. Se revolvía una masa sincrónica de hombres delirantes y hambrientos. Montañas vertedero en las esquinas del centro. En las calles desoladas de la noche chirriaban los carros de la desesperación y el hombre era una boca en llamas y un ojo endemoniado y una órbita henchida y un brazo y un puño y en Poroto ardía el vientre envilecido. Atravesando el mundo la espada del tiempo atravesaba Poroto las tierras del subsuelo buscando con sus manos en las manos de un guajiro la desesperación urbana y una barra piquetera que gritara tengo hambre, tengo rabia, tengo desesperación de alimaña y ojos rotos y camisa errada y tremenda urgencia de acabar la valla. Poroto en busca de acertadas voces encontró en los tubos del subte una multiplicación de males furibundos en un cuerpo de serpiente lenta y resignada, y de golpe en el andén gritaban y reían los chicos su gracia desdentada, un prematuro cuerpo avejentado que avisaba habrá de alzar cuchillo habrá de bajar palo el hambre enardecido.


Poroto se sentó en el vagón de su suerte, iría a algún lugar. Se sentó chiquita pies colgando, dedos tocando, ojos buscando. Pasó un tuerto, pasó un cojo, pasó un ciego blandiendo heridas y un vendedor de algorritmias. Pasó una dama de tetas raídas mostrando la infancia en el umbral de su muerte. Pasó una niña pizpireta vendiendo golosinas. Pasó un señor de nariz roja y deforme como un chorro de carne mal crecida, pasó la belleza argentina enfundada en medias de desidia, la belleza argentina mal parada mal parida mal nutrida y blanquecina. Entonces frente a Poroto el amor de golpe en dos cuerpos mutilados y enfermos. El amor como una hembra de vientre graso y tardío y ropa ensordecida y un macho enternecido restregando la nariz contra el cuello de su dama enmugrecida. Le pareció a Poroto un refugio, una isla. Hubiera querido entrar y hacerse hija. Mas los pájaros habitaban un círculo de vidrio y ahí quedó Poroto, anhelando suspendida en el vaivén de su argolla solitaria.




Atardecía en la plaza de los cristales rotos. Había seres solitarios y asustados reclamando a gritos y a mazazos la modificación de una máscara. En el centro, un carrusel helado. Poroto guardaba en su bolsa la cuenca de hastío. La tenía cerca del pecho, apretada al oído. Andaba buscando en la plaza del cuerpo entero sus sonidos. Andaba buscando una mano que esparciera las estrellas de su arbusto humedecido, una mano que acertara a desatar la cascada de señales amarillas en los bordes de su íntimo orificio, mano certera y venda profunda de su nérida ruptura.
Así andaba buscando Poroto la sombra errada de ese niño. En los otros buscaba las notas de lo nunca acontecido. Acertó entonces a tocar el rostro de un muchacho de ojos turbios y mirar entumecido, un soldado del terror organizado lanza un dado y alza un beso y abandona cual tropel asustado a Poroto a sus espaldas en la plaza solitaria. Corre Poroto tras el hombre enloquecido de soledad y de deseo huyendo como un espantapájaros en el frío del invierno. La niña deseante queriendo ser un bálsamo de pino una esponja una hoja liviana y curativa un alga un perfume una dulce membrana tiende los brazos mueve los dedos en torno al vacío. Adivina entonces que no hay chico sin fuego atravesado en la tarde del carrusel helado. Surge un hielo silencioso apoya su cabeza a una tabla. Tiembla en sus atónitos ojos un desfiladero de cuchillas oceánicas. Crece en torno a su pecho un cerco profundo y negro, un abismo congelado una distancia insalvable siente que no la tocan cuando toca que nadie alcanza a vislumbrar su núcleo cristalino. Un acantilado y un bicho aterido. Poroto asida a su trémula mandíbula siempre y sólo el silencio la misma letanía la pertenencia vedada la ausencia el insecto ceniciento en su pecho clausurado, ahí clavado.
Del frío en la tabla la frente de consciencia intermitente ve un pasillo y al final una perra brillante, una flecha sedienta de deseo punzante. Su infancia en el pasillo, la perra Violeta y las flores del camino explotando en el cielo y en el grito consabido. Su papá con el rostro ensombrecido. Ensombrecida una mañana amanece Poroto un policía en la puerta. En la hiedra del camino cuece el humo se atolondra la siesta. Duerme de Violeta la mierda. En las hierbas del baldío unos brazos gritando un cuerpo pidiendo y una boca salpicada por los baldes del hastío. Luego, un jardín desconocido. Bichos de luz y unos chicos sin vestido investigando. Perros ladrando. De la perra el aullido en el cuello palpitando.

De nuevo la tabla, en un bar que desespera Poroto reverbera y se torna múltiple incolora siempre una la pena. Se pregunta. Llora mocos y cansancio, se arrebata en el llanto. Acaricia temblorosa la cuenca de hastío. Su corazón ensordecido por un batallón de interrogantes plateados y en la plaza donde cuelgan las estrellas de la noche Poroto se rompe. Se rompe y se multiplica la explosión de señales cristalinas y Poroto alza entonces la mano y alza un cuchillo y quisiera suspenderse en el rocío ensartada por el pincho enrojecido.
En la noctámbula plaza los roces se agotan y reina la calma. Tirita una estrella en la noche solitaria y late en silencio el brillo transparente de un bicho luminario, duerme en su nicho Porotito mágico.



Caminaba Poroto a saltitos por un momento brillante. Un musical instante en el espacio, suspendido en el tiempo. De golpe era la calma en el país de las cosas rotas y del tiempo interrumpido. Poroto contemplaba enmudecida el devenir de las gentes, apoyaba la frente en el vidrio frío del micro. Comerciantes del alma en la tarde adormilada del río. En las puertas del invierno, a las faldas del mercado, qué extraño de pronto el tiempo en un fluido, el caos precipitando en un espiral vespertino, Poroto fugaz, y en el cielo el tiempo tejido por el cuento concebido.
Había oído hablar Poroto en aquellas tierras de un viejo enloquecido. Contaban de un loco enardecido, de un forajido eléctrico y huraño. Poroto pensó en acercarse a su cueva. En llevarle la cuenca de hastío y la duda interrogante. Llegó un atardecer rojizo como uvas de septiembre y un olor a pomelos y a naranjos desde el frío del invierno. Una rueda en el centro anunciaba su aposento. Una cueva lejana escondía al viejo en lo negro de su interno. Poroto asomada a la sombra de su intento a pasitos caminaba hacia un cúbico percance, hacia una cabaña ermitaña una cavernosa hazaña una cizaña distante. Era el viejo enfurecido con sus ojos encendidos cavilando una fórmula al instante. Poroto en el cúbico percance alza los ojos y retiene un suspiro. En su pecho endurecido un callo alucinante es la bola de hastío. El viejo apunta una daga amenazante y acentúa sus ojos delirantes. Poroto muestra en su mano al argentino interrogante, al enigma plateado, al infante difunto. Se detiene en silencio en la sala iluminante y traza el destino de una araña, el perfil de una niña que demanda el hambre atenazado de la cuenca rebosante.
Surge entonces de las forajidas manos un rayo que atraviesa el prado, el mago iluminado lanza un dardo y alcanza la cuenca en el pecho inusitado. Agua negra sobre el prado. Ay, Poroto enloquecido. Qué huraño. Qué hurañas manos despejando su deshilachada frente y Poroto ahí enfrente, mirando. Qué huraña sangre en sus vientres guerreando. Poroto siente al viejo las entrañas y al pomelo el deseo palpitando. Halla en su pecho la fuente abierta transgredida y abre una puerta un pasillo al infernal espacio del tiempo enmudecido. El viejo le señala el camino. Poroto cede entonces de su centro al precipicio, vuela en el tiempo acontecido en el silencio de sus acalladas manos, y le da palabras y le entrega un rostro de dolor torcido, un rostro tiritando oscurecido.
En Poroto finalmente el estallido y por sus venas circulando un mar de aves contra el viento golpeando y un motor un macizo acarreando el cuerpo que se acerca batallando y arde el viejo en malabares tras un seno de pezón septuagenario, desflorando mariposas hilvanando orugas adentrando dientes el viejo luminario.

Caen gotas desde el cielo un torrente de uvas liberando mientras vuela Poroto silenciosa en la humedad de la tarde. Sobrevuela la tierra sombría el bicho libertario, viaja en el tiempo furibundo Porotito mágico.



Las barandillas que daban al mar habían desaparecido. Quedaban los andamios desarticulados y la pequeña Poroto observando el devenir exhausto de los campos y de la ciudad que extendía su lengua polvorienta en los alrededores. Imaginaba Poroto una zanahoria de esa tierra y era una raquítica pena. Flotaba sobre el campo una nube de agua, una humedad pesada como una campana orgánica y grisácea y Poroto pensaba en el lomo campesino si lomo fuera y como habría de doler el agua infiltrada en las venas. Hacía frío.
Viajaba Poroto en un tren meditabundo de morro inocente y cuerpo redondeado. Un tren azul como el azul que bordea las fachadas de las casas mediterráneas cuando esconden, en la fresca intimidad de su blancura, una pierna bronceada y un glúteo aireado y ardiente. Era azul como el azul del mar cuando tiende al gris en una tarde de verano y despelleja el ruido de mil gotas de vidrio en un lomo plateado. Y tenía el tren en su frente una amarilla franja como un indio y entonces Poroto se antojaba colono americano y sentía el fulgor del tren el hedor del caballo los indios ululando y en las tierras la llanura americana y la aventura hecha una extensión infinita de montículos y de ríos y de grillos salpicando un paisaje como lengua acuática y salvaje.

El tren de Poroto detenido en la matutina espera. En el andén rostros macilentos de lánguida ojera recorren la somnolienta escalera y arrastran el diario y la correa en un cuerpo hecho tic tac de reloj mañanero y de resignada entrega. Suben gentes nuevas. Apoya una dama verdulera su culo generoso en el brazo de Poroto y Poroto se encoge deseando acelerar el viaje y llegar pronto a su peaje y el aire se empardece y se enardece la respiración de Poroto y entra en su nariz un carromato de olores de agria organicidad y de densidad inesperada, irrespirable aire, aire más allá en la ventana más allá en la tierra. Busca entonces los signos en el cielo y se vuelve mariposa por encima del vagón humeante sobre el cuerpo metálico repleto de viajantes más allá del derrame mañanero Poroto se vuela, se vuela mariposa en piruetas brillantes hacia arriba una estrella y se aleja con sus alas poderosas de hacedora de sueños y desde el cielo se observa, apoyada en la frente asomada a la planicie fangosa desde un recorte vidriero en el vagón de las gentes en el tren del mar hacia un lugar que habría de llegarse nomás. Con Poroto adormecida el tren atraviesa la lánguida senectud de las tierras, la parda y monótona piel cubierta de intentos, las casitas desoladas como clavos con sombrero cruzando veloces el cuadrilátero de un espejo, los hombres de arco doloroso, la tierra sola que conoce el silencio del alba y la soledad de una gota detenida y la música que tuviera la proporción de una aureola o la perfección de una piedra.


El tren atraviesa con Poroto las venas de la tierra las antenas los techos armados de cables y de parabólicas penas los terrados tumbados a la tibieza del sol por propuestas quinceañeras de cuentos coloridos con acentos latinos y bandidos de telenovela. A veces, un gato. A veces una cotorra o un loro endemoniado.


Desde el tren el sueño de Poroto contesta al grito irreverente de un loro deseante, reclama pipas y reclama una estación distinta, sin pitido y sin anuncio, una estación balnearia o isleña, un árbol caribeño. Poroto duerme y no sabe que atraviesa mil mundos y no sabe que en su tierra se despliegan pañuelos antiguos y pausada observación de vieja, no sabe que hay señoras asomadas a la cotidiana espera, no sabe que hay viejas de rostro surcado y dientes amarillos suspendidas de una silla a la calle de la vida que pasa la vida que llega y rebolea el cuerpo futbolero de un chiquillo.
Cruza el tren un territorio apache afincado en las vías y un racimo de chicos desperdiga su acción guerrillera y cayendo un flaquito despelleja sus piernas y agarra una piedra y la lanza con fuerza y le pega a una puerta y el tren vuela y suelta el chirrido un chillante pitido y quedan el hierro y la piedra flotando en el aire sobre los toldos apaches los rostros ardientes los ojos delirantes los pelos revueltos y los puños alzados de los niños danzantes en la fiebre fabulante.


El tren avanza y Poroto sueña el calor de una perra. Sueña una niña explorando el límite del coraje y el peligro de un deseo. La acompaña una perra blanca de ojos negros de pecho abierto y ancho y caliente de ancla fuerte y de morro mojado, de tibia y áspera lengua una perra soldado una perra bella como el sueño de un candado. La niña vagabunda recogiendo flores más allá de las vallas se acerca a las vías de acero. La perra blanca restriega la humedad de su hocico en secretos vericuetos. La niña tiene dentro el silencio. Y de pronto un pitido. La niña levanta los ojos una órbita errada un salto al vacío los dientes abiertos la boca en un puño una palma sedienta y dentro un músculo en latidos: el grito, la congelación del miedo, la mano vacilante y certera que rodea la piedra la piedra dibujando un arco la perra que entrega en sus ojos el cálido líquido a su dueña y un segundo de más fuera la muerte cuando una mano invisible alcanza de la perra el pellejo y en un vuelo lento y pesado la lanza más allá de un pitón de un hierro enajenado de una máquina infierno que es tu tren Poroto poseído por la fuerza del viento, que es tu tren dormitorio machacando el tiempo como un sinfín de piedras golpeando el suelo y en tu sueño Poroto queda la niña palpitando y abrazando a su perra, tiritando el susto verdeante de una enredadera tierna.

El tren bordea un desfiladero de casas colgadas a las fauces del mar desde la tierra. En la luz cenicienta el sol escupe polvorientas llamaradas de rojo purpúreo y llega un abismo nocturno avanzando por el tiempo y lanzan gaviotas sus voces roncas desde el cielo. Atraviesa Poroto la nuca del tiempo apoyando los ojos abiertos al cristal de ese cuerpo que es un tren funámbulo y delgado como una lombriz carbonera buscando el sendero en el vientre de las piedras, en la falda calcárea del invierno. Siente el frío de nuevo. La fragilidad y lo incierto. Poroto abre sus manos contra el vidrio busca en lo negro del mar la intermitencia de un faro lamiendo la fosforescente espalda del plancton que cabalga las olas. Siente nostalgia de un fuego interno de un cobijo de una casa costera con verdes azulejos de un patio de ladrillo abrigo de la voz en su cuerpo. Recuerda las fugitivas plantas crecidas en la orina de una gata esquiva, angulosa y abstracta. Siente prisa entonces por llegar a ese luego, por llegar a las calles del pueblo y descender del tren cruzando las vías como un chico avieso y bajar por las calles de la estación hasta la esquina azul y la casa de las flores y esperar palpitando la caleidoscopica sombra acercándose a la puerta, anticipando la ternura del hallazgo, Poroto deslizándose en las sábanas frías, aquietándose en el calor de la calma madriguera y en el olor dulzón de la tibia mamadera.

Poroto deseando llegar se suspende en silencio. Traquetea el final del destino. Traquetea el amodorrado sueño de jornada tardía. No hay ensueño sino hervor cansado y ojo escocido. Resuena en la horizontal galería del tren enmudecido el agujero mecánico y certero de un revisor mortecino. El hombre avanza su tedio blanquecino flotando en la inmensidad de un uniforme anacrónico y sombrío. No hay sortija no hay sonrisa no hay carne susceptible ni aventura. El revisor se traslada por la ausencia postergando su presencia a la delicada suerte de una íntima guarida, tal vez quisiera entre sus brazos a una dulce doncella y en su solitaria espera deviene ejecutor robótico e impermeable frasco de la savia que animal tuviera. Entrega Poroto su pasaje y el hombre se aleja vacilando en el vaivén del tren su cavilosa espera. El hombre solo desespera. Queda flotando en el aire un reguero de sueños crecidos en la desolada entrega a la cotidiana vigilancia de casucha aduanera. Siente entonces Poroto un pequeño ruido, un infantil crujido, una queja interesante de sonidos brillantes. El vagón vacío. Poroto se levanta y busca el cuerpo emisor de ese ruido. Busca en todas partes y encuentra en la plataforma venidera a un chico encogido bajo el dedo amenaza del señor blanquecino. Es un chico rendido, un cabizbajo alarido apartado y tullido un chico herido por el frío un chico de culpas sin vestido un chico sagrado como un chico un chico cierto e incierto un chico como una estrella de luz en el vacío un chico como una hoja atrapada en la metálica reja un chico como un susurro en el hielo cristalino un chico sucio y sediento que limpiara lo negro de este tiempo.

De Poroto se apodera entonces el miedo se apodera el cielo y el interrogante furioso un manto lluvioso y el llanto de ese niño. Qué será de ese niño. Se formula Poroto siderales enigmas y ese chico es entonces de Poroto un estigma, un hermano, un pedazo de su carne agarrado a su mano. Poroto toma de ese niño en sus manos el destino. Abre el cuerpo como una rosa abierta al rocío abre sus codos dolorosos a la liviandad esquelética del chico entumecido. El chico se acurruca en Poroto y se revuelven sus pequeñas piernas y Poroto se calienta y lo calienta y siente el mar entre los cuerpos danzando removidas penas y siente la vida volverse ligera y siente entre ella y el chico macizos celestes gigantes de veras que uniendo sus pechos profundos construyen tanques de guerra con polvos de maicena y siente un estallido de lilas y de ardillas desatar un torrente de señales amarillas y en el pecho del chico siente fabulosa fiesta de azucenas.

jueves, diciembre 15, 2005

Nacen los Boludos Du Rien

Es noche negra noche oscura y peluda.

Los Boludos Du Rien están durmiendo palimsestos en almohadas chiquitas y lanudas. Vocablos retorcidos, apretados dientes, cuerpos encogidos y almas macho por los bichos yacen mordidos y almas hembra por lo trucho se hubieron mentido.

Mosquito, cereza partida, dedo escarlata y los Boludos buscando palabras e hilvanando acechos vuelan tinta y puntillas cosiendo hechos.

Cada uno se apodera de la manta un trecho.

Dos boludos dos pinceles dos cuadernos componiendo voces nuevas voces viejas voces del tiempo viejo y del cielo nuevo voces para arriba y para abajo para el centro y para adentro al agujero, acallar animalejos.

¡Cangrejos con corbata, cerdos papillon, salmones del plata!, ¡¡ levanten la cara pongan la ñata que acá vienen los Boludos repartiendo nata!!...

Boludos Du Rien