miércoles, marzo 19, 2008

El abc de las camas

“Estuve dos meses sin dormir, no paraban de hablar, me tapaba la cabeza con la almohada pero igual escuchaba voces, ¿cuánto quieres?, ¿5 euros?, ¿10 euros?, luego salían a entregar. Ellos descansaban por la mañana, pero yo iba a trabajar al kebab pakistaní. Compartía la habitación con un ruso. Una noche lo encontré con una bolsa de cocaína. Venden hachís, marihuana, de todo...”. Nick (29) nos introduce con un hilo de voz al abc de las camas calientes. Está en Barcelona desde hace tres años, salió de Afganistán a los 16 y desde entonces ha atravesado media Asia y parte de Europa buscando un lugar donde arraigarse. Ya no tiene familia ni hogar, tampoco documentación. Funge como documento de identidad su solicitud de asilo en España: “quiero quedarme en España, está bien. Pero mi pasaporte está en Madrid y no me dicen nada. Espero, espero… No sé qué va a pasar. No puedo trabajar sin papeles, tengo que alquilar una habitación. Por suerte en la casa sólo estuve dos meses…”. La casa a la que se refiere Nick es un edificio de siete plantas con ventanas uniformes en las que brillan por su ausencia los trapos familiares colgados a secar. El gran portón de entrada tampoco deja imaginar lo que descubrimos al subir por la escalera maloliente hasta el departamento del tercer piso: basura amontonada, platos sucios, un retrete rebosante de deshechos sin puerta, ducha ni papel, todas las habitaciones cerradas con candado excepto una que deja entrever el cuerpo de un hombre respirando bajo una manta. Cuando salimos del edificio, Nick aclara el uso de los departamentos: “Son todos iguales. En el mío había una española y algunos rumanos, pero la mayoría eran hombres, rusos y pakistaníes. El jefe, un pakistaní, me pidió 200 euros y luego cambió a 300. Al final pagaba 250 para dormir en un colchón sucio, estaba lleno de gente, dormían unas treinta personas”.

La casa de Nick, sus puertas cerradas a golpe de candado, sus sombríos pasillos transitados por decenas de hombres en el trajín del negocio ilícito, queda oculta tras la fachada de un edificio anodino como los hay a cientos en las ciudades españolas. Es esta opacidad del miedo lo que atravieso al navegar en la red en busca de información sobre las camas calientes. En los foros españoles dedicados al tema se debaten opiniones y quejas que arrojan luz, cuando no sombra, sobre este sensible y complejo asunto ligado al acceso a la vivienda, al derecho al trabajo y a la propiedad privada, a las relaciones entre la población autóctona y la conformada por los distintos colectivos de extranjeros, a la ilegalidad y, finalmente, al difícil papel del gobierno en la situación actual.

Según datos oficiales actualmente casi el 50% de los inmigrantes residentes en España vive en pisos compartidos subarrendados en los que alquila en el mejor de los casos una habitación y, en el peor, una cama. Se estima que hay en España unas 12.000 camas calientes, 2.000 de ellas en Barcelona según el Obsertavorio Permanente de la Inmigración del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. Según este Ministerio, el 19% de la población inmigrante vive en situación de hacinamiento, y un 61% comparte habitación y no con parientes. Sin embargo, el departamento de prensa del Ayuntamiento de Barcelona, donde más se ha indagado en esta situación y se han manifestado protestas vecinales, y por otro lado, los funcionarios de distintos cuerpos policiales (Mossos d’Esquadra, Guardia Urbana) insisten en subrayar la dificultad en verificar el uso ilícito de habitaciones y departamentos. En el 2005 se detectaron un total de 1.895 hogares españoles con más de once personas censadas, cifra que se redujo el año pasado a 741, sin que pueda determinarse si esas personas viven de hecho en la vivienda o si se utiliza la dirección para gestionar papeles o conseguir permisos de trabajo. Con todo, y a pesar de las duras condiciones de estos pisos, son muchos más los inmigrantes que viven al raso en la calle, en lugares públicos o debajo de los puentes. Unos 30.000 según el informe citado. Para ellos, vivir en un piso patera o descansar unas horas sobre un colchón tibio, pagando entre 100 y 300 euros al mes, es un lujo.

“Hablo idiomas, tengo diploma de cocinero y de guardia de seguridad profesional. No me gusta vivir así. Estoy buscando piso para traer a mi familia. Soy vigilante en una empresa española, pero si no eres español, te putean. No es fácil, trabajo mucho, no gano tanto y la vivienda es cara”. Gaani (35), oriundo de Islamabad, frunce el ceño mientras estruja un papelito entre sus dedos finos. Tiene las patillas recortadas a la perfección. La casa donde vive es un continuo ir y venir de hombres vestidos con atuendo tradicional o a la occidental, algunos en pijama están desparramados sobre los colchones del dormitorio principal instalado en el salón, viendo una película de Silvester Stallone. Son en total 10 los habitantes de este piso de dos habitaciones. Todos hombres pakistaníes excepto Rosa (50), una rusa lozana y juvenil que comparte la habitación más pequeña con su pareja. “Yo estoy enamorada, si no iba a aguantar esta mierda…” dice Rosa arrastrando la r, luego suelta una carcajada que le sacude los cachetes rosados, “mira, yo hace un año que vivo aquí, me quiero ir, pero gano 350 al mes limpiando una oficina, aquí pagamos 200, en otro lugar a lo mejor 300, o más. Me iría…pero 3000 euros para pagar la entrada de un piso de dónde los saco…” Jaiz (24) retruca “A mi me gusta vivir así, podría vivir solo pero prefiero estar aquí, es más divertido, aquí hay amor, amistad. Además yo puedo vivir en cualquier lugar”. Ibrahim (53), venido de las tierras de Leia, al sur del Paanjab, parece prematuramente envejecido bajo su camisa de seda “tengo cuatro multas por vender cervezas en la calle este verano. No las puedo pagar, 800 euros es mucho”. Explica que cada uno paga 100 euros y que el propietario amenaza con echarlos. Más tarde hablamos con Nakar (49) el pakistaní que alquila el departamento. Vive en Barcelona desde hace 17 años, regenta un locutorio en una calle central, es propietario de su propia casa y tiene pensado “sacar a la gente el mes que viene. Ya se termina el contrato. Pago un alquiler de 650 euros, pero... viene uno, se va, viene otro... Es un lío.”

Estando ocupada en desentrañar este lío de las camas calientes, me encontré por azar al alcalde de Barcelona, Jordi Hereu, quien después de oficiar alegremente la inauguración de la plaza Aureli Capmany en el barrio del Raval, tuvo a bien opinar sobre esta nebulosa “No encuentra datos porque no hay datos. No es fácil detectar este fenómeno. Lo que podemos hacer es identificar el sobreempadronamiento y dirigir la inspección laboral para evitar los abusos, pero evidentemente toda esta gente que llega en una etapa inicial no se detecta”. El señor Hereu le dedicó una mirada oblicua a mi pregunta sobre la nacionalidad de los arrendadores “hay un poco de todo”, dijo, y desapareció entre globos de rojo corazón.
Pues bien, si es cierto que en todas partes cuecen habas, también lo es que desde un principio la historia de las camas calientes ha formado parte de lo oculto. El término, acuñado en la Inglaterra del 1800, se refería a un famoso sistema que permitía optimizar la producción haciendo dormir por turnos a los niños de 8 años (empleados, claro está, a pesar de que estaba prohibido por el Factory Act de 1802) de modo que iban pasando los unos después de los otros por los mismos lechos, lo que impedía que las camas se enfriasen. Tan ilustre y añejo origen no impide, pues, que sigamos ajenos a la existencia de esta práctica. Aun cuando entre las camas calientes inglesas o españolas y las casas tapadera o casas patera utilizadas por las mafias, se abre ante nosotros un amplio abanico de viviendas que ofrecen colchones tibios y apretados a precios desorbitados.

Desorbitado por el azúcar, Ibrahim revuelve en una bolsa de plástico sus medicamentos para la diabetes, traídos de Pakistán para ahorrar. Tiene que enviar dinero a su esposa y sus cuatro hijos, todos en edad de estudiar. Cuando le pregunto cuándo va a volver a su país se le llenan los ojos de lágrimas, saca una alfombra doblada del interior de una nevera que sirve de armario, como cayendo en la cuenta del desorden, y se esconde en la cocina. El joven Jaiz asume el protagonismo en perfecto inglés: “yo vengo de una familia acomodada. No quiero ser rico, ni normal. Quiero ser famoso. No quiero levantarme, ir a trabajar y todo eso. Quiero que el mundo me recuerde”. Jaiz conoce bien los dramas de Shakespeare y quiere ser actor “Antonio Banderas es el mejor. Pero ahora empiezo con un trabajo como guardia de seguridad, que es el único trabajo de cuello blanco para los inmigrantes aquí”. Cuando le pregunto sobre los sueños, la materia con la que trabajan los actores, Jaiz contesta “Yo no tengo sueños. Los sueños no existen, sólo existe la ambición”.
La ambición de conocer y tener oportunidades es lo que empujó a Norberto (27) a dejar México y embarcarse en la aventura europea. “Llegué con el pasaje, mi saxo y 300 euros en el bolsillo”. Pero el dinero se hizo poco enseguida y las cosas en Alemania, Alicante y Valencia no le fueron muy bien, “En Alemania te piden título hasta para barrer y te miran mal si no eres rubio. En Valencia no alcanzaba a vivir de la música, algunas noches dormí bajo un puente, cerca del Tura, pero el problema son las cosas, las tienes que guardar para que no te las roben”. Hace tres meses que está en Barcelona y desde hace algunos días alquila una habitación en un departamento con interiores almodovarianos y candados en las puertas. “No conozco a mis compañeros de piso, nunca los vi. Siempre que vengo está echado el candado. A la que me alquila, una italiana, no la volví a ver. El lugar no está mal, es una habitación y ya, la cocina y el baño, ¡buaj!, pero es el único lugar que encontré en el que me pidieron 50 euros de fianza”. Norberto relata historias que circulan entre los recién llegados “un chileno llegó a dormir en un bar cerrado, antes vivía con otras 8 personas en un departamento pero se llevaba mal con una negra y al final lo echaron, luego vivió en una habitación con un esquizofrénico que por la noche se volvía loco y lo atacaba”. Norberto acaricia el saxo mientras cuenta que intentó trabajar repartiendo publicidad, pero lo paró la policía y supo, entonces, que tanto repartir publicidad como tocar en la calle, está prohibido, “No puedo tocar, pero en realidad toco. Fui a pedir el permiso y fueron muy amables, pero han pasado dos meses y nada. Busco lugares donde pase gente pero apartados y así saco los 20 euros que necesito. Me arriesgo, porque sin papeles no me dan trabajo pero tengo que comer y pagar el alquiler”. La habitación que le cuesta 275 euros al mes es espaciosa y luminosa, pero no la quiere compartir “hay problemas con los horarios, no se puede hacer ejercicio, dormir, meditar, nada. Estás siempre como coartado, intranquilo. Dentro de la convivencia, que está bien, es importante tener intimidad, o se genera tensión, incomodidad”.

Incomodidad es lo que me transmite Kola (43), un nigeriano de Benin City que me mira con recelo cuando le pregunto por las condiciones de vida en Barcelona “aquí hay asociaciones que te ayudan, Cáritas, por ejemplo. Pero en realidad depende de uno” Gracias a Kola conozco a las prostitutas nigerianas y a sus niños. Jane (25) y su hija pequeña apenas tienen tiempo para pasar un rato juntas, ni hablar de dormir o estudiar, tanto es el trabajo por hacer después del trabajo en la calle. Al entrar en el departamento de este grupo de mujeres nigerianas y sus hijos me rebotan en la cabeza las palabras de Ajaz, un pakistaní “los hombres que viven solos aquí vienen de una cultura patriarcal, las mujeres hacen todo, ellos no saben ni limpiar ni cocinar, por eso viven tan mal”. Jane y las chicas, en cambio, cocinan, limpian, cuidan a sus hijos y trabajan en la calle para ganar o más bien para seguir restando a la enorme deuda en la que viven. El alquiler es sólo una pequeña parte de esa deuda, ni la más grande ni la más peligrosa. La mayoría de ellas tiene un aspecto cuidado, acicaladas con abalorios y perfumes. Tal vez esto tenga que ver con Okum, la divinidad del río asociada a la riqueza y al amor que a veces se involucra en el ritual voodoo que es origen del viaje hacia una rueda que nunca para. Es este el caso de Jane, que de Okum tiene la dulzura, la belleza y una capacidad de seducción natural “¿qué dices bonita, yo voy a salir de ésta?”. Los colchones están diseminados por todas partes, con ropas, mantas, peines y peinetas, en un desorden colorido en el que, tristemente, faltan los juguetes. “Hacemos turnos para todo, para dormir, para trabajar, para limpiar, para cuidar a los niños. Compartimos todo, como hermanas”.

“Juntos somos mas fuertes”, afirma en un suave catalán Joan García, secretario de la federación de asociaciones de vecinos y vecinas de Barcelona, que me esclarece sobre el capitulo español de las camas calientes “aquí los andaluces hacían barracas en los 60, luego fueron mejorando hasta tener viviendas. Yo tenía un piso patera debajo de mi casa cuando era joven, una familia de andaluces. El problema es que ya no nos acordamos de eso”. El portavoz de la federación no detecta preocupación ni molestias entre los vecinos que no sean “las de los propios individuos que sufren en las camas calientes” y cree que esa realidad es consecuencia de una falta de medios debida a la vulneración del derecho fundamental al trabajo. “La solución es que se permita trabajar legalmente a los que están aquí”.

Tras la dulzura de García, la vuelta a casa en un camino sembrado por decenas de carteles de venta o alquiler de inmuebles. Frente a la entrada del edificio en el que vivo, habitado mayormente por inmigrantes, una joven me pregunta por una pensión. Más tarde, frente a la pantalla de mi ordenador, el abc de las camas calientes bulle de interrogantes y casi explota de curiosidad por llegar a la z.