miércoles, mayo 24, 2006

El Amante de Marguerite Duras

Cabría preguntarse por qué al finalizar la lectura de L’Amant uno tiene la sensación de tener que agradecer a su autora, Marguerite Duras, la lucidez implacable y la generosidad con que nos brinda la reconstrucción de su atormentada y vital infancia en la Indochina francesa. Gracias al grado de compromiso que la escritora francesa alcanzó hacia su madurez con respecto a su oficio y a su façon de vivre, en L’Amant asistimos a la corroboración histórica de una premonición en la que esa adolescente, cuya imagen vibrante aparece desde las voces de una narradora desdoblada en protagonista, dictamina para sí misma la escritura como único lugar para la vida, el espacio íntimo de la escritura como único lugar vital donde desarrollar la verdadera batalla del espíritu contra los fantasmas, el miedo y la desolación.

Entre imágenes reveladoras de una sensibilidad proclive al fetichismo erótico nos llega, desde las páginas de L’Amant, lo que parece un testimonio parcializado y fragmentado entre saltos de tiempo y de perspectiva, pero un testimonio en cuanto transposición de una vivencia emocional y vital.

Es este carácter autobiográfico, el alto grado de verdad que subyace a la sofisticación formal y narrativa de la obra, lo que le confiere el valor de excelencia estética por el cual Marguerite Duras ha sido mundialmente reconocida. En esa sensibilidad imaginativa y en ese ahondamiento de la capacidad poética de las palabras que se remiten a imágenes y a ritmos, a sensaciones y recuerdos, se va gestando una maquina narrativa perfecta, un artefacto de resonancias y reflejos, una caja rítmica donde lo que se va reconstruyendo es la reconciliación con la vida, esa vida que ha sido vivida.

En la Saigón de los años veinte, la adolescente del libro, una niña blanca y francesa, hija de la burocracia administrativa colonial, vive una historia de amor con un joven heredero de la burguesía china. Después del retorno y la muerte del padre en Francia, la familia queda condenada a un vaivén incierto entre la precariedad económica y las apariencias, entre la locura y la humillación. Es con este trasfondo social de desintegración y decadencia, desde su lugar en un cuadro familiar de debilidad e indecencia, un lugar en el que brilla por la diferencia y excepcionalidad de su vestimenta provocativa, que la autora nos va introduciendo al universo de fuerzas contrapuestas en el que habita esa adolescente de profunda inteligencia y de indomable espíritu libertario.

Testimonio de los avatares y del andamiaje interno de la prostitución adolescente, así como del odio de clase y racial que alimenta la lógica perversa de la convivencia colonial, la novela consigue develar la dimensión infinita de la dulzura y de la pasión amorosa más allá de las camisas de fuerza impuestas por esta sociedad fronteriza a unos vástagos completamente abandonados a la confrontación voraz entre mundos lejanos y hostiles que luchan por el dominio entre sí.

L’Amant consigue desde sus primeras líneas transmitir la inexorabilidad con que la vida ha ido surcando, mediante la huella visible del tiempo en el cuerpo, las líneas de la existencia vivida. Y éste descubrimiento en su propio rostro de una Duras ya madura enlaza con implacable coherencia con la sospecha precoz de una Duras casi infante, la sospecha que del amor y de la muerte no entendemos nada, sino por el cuerpo y a través de la vivencia. Que la comprensión puede ser un bálsamo que llega con el tiempo gracias a esa súbita eclosión blanquecina y lívida de la memoria, es algo que la autora parece descubrir sólo al final del libro.

Así, la vivencia del amor y de la muerte, y su comprensión más tarde en los años, están separadas por una vida de búsqueda en las letras, entre los fantasmas y las tinieblas del miedo, y entre los mundos que esas letras crean rebotando entre sí, hasta traer de las vísceras y de la subconciencia a la Marguerite Duras que existe en esa adolescente endiablada.

Asistimos en esta novela a la resurrección final de esa niña repudiada por la misma sociedad que la somete, que sobrevive a lo indecible del deseo y de la entrega más allá de los prejuicios sociales y culturales. Es esta niña temida y deseada hasta convertirse en un objeto de devoción fetiche la que renace cuando la autora, al final del libro, recibe con una llamada telefónica de su amante chino perdido en el tiempo la confirmación de un amor desmesurado y eterno.